viernes, 12 de septiembre de 2014

La visita




Aparqué el coche y las ruedas al frenar derraparon un poco en la gravilla. Todo el terreno estaba cercado, así que me acerqué a la única puerta de entrada, cuyos barrotes negros brillantes dejaban ver, un pequeño jardín, en el que unas losas de rodeno te llevaban a una segunda puerta. Pulsé el timbre, y una voz aparentemente amistosa desde el interfono, una vez me identifiqué, hizo mediante un botón que se abriera la puerta. Me detuve observando aquél jardín. Era espacioso, lo cual me sorprendía y a la vez me gratificaba. Habían margaritas, pensamientos, y las buganvillas acariciaban los muros de las paredes, agarrándose fuerte a la piedra, como queriendo besar el cielo. No era tan mal sitio como yo había pensado. Normal, era tanto lo que se pagaba. Al pasear la vista queriéndome quedar con todos los detalles, vi de lejos una mujer de unos...no se, quizás unos casi noventa años. Tenía una piernas famélicas pero se le veían muy fuertes. Caminaba a paso rápido, como queriendo tal vez ejercitar todos sus músculos. Me senté en un banco próximo, y entonces pensé que era una lástima que mi madre se hubiera dejado de esa manera. Se negaba a moverse. Una vez cayó cientos de escalones abajo en la boca del metro, se partió el brazo en tres trozos, y pese a la advertencia del traumatólogo, prefirió perderlo en tal de no ejercitarlo. Todo el día se pasaba en el sofa tumbada, y solo se movía para comprar o hacer la comida. Nada más. Y allí estaba aquella mujer, resistiéndose a entumecerse, dale que te pego dándole la vuelta una y otra vez al edificio como si tal cosa. En una de sus vueltas si que me vio. La vi dirigirse hacia donde y

o estaba toda resuelta. Vestía sueter de lana y una falda, toda su ropa era negra. De repente acercó tanto su cara a la mía, que me obligó a echarla un poquito hacia atrás, pues nos quedamos a escasos centímetros casi pegadas. Sus gafas de pasta negra eran grandes, y llevaba un solo cristal en ellas. El ojo izquierdo agrandado por el efecto lupa, y el otro más pequeño, lloroso pero despierto, al que cubría una gran catarata.
- ¿Lleva aquí mucho tiempo? -me preguntó con impaciencia
- No, solo llevo aquí como un cuarto de hora - respondí sonriéndole - -Ah, vale. Es que estoy esperando, que va a venir ahora mi madre a recogerme. Que yo ya estoy preparada.
Se alejó sin más. Con mucha prisa. - ¿Su madre?- me pregunté a mi misma. Me quedé un rato más ahí sentada, sin apenas salir de mi estupor. Pasó por mi lado varías veces continuando sus vueltas, y en otra de ellas se volvió a dirigir a mi con otra pregunta.
- ¿A visto usted llegar un coche? ¿Cuánto tiempo lleva aquí?
- Un rato, pero no he visto llegar a nadie- - Es que tiene que venir mi madre a por mi. Que raro...- mientras giraba su arrugada cara de izquierda a derecha.
Se volvió a ir a toda prisa. Entonces comprendí en ese momento porque no paraba de andar. Estaba inquieta, ilusionada de que por fin viniera su madre a por ella. Algo me punzaba el alma, como cristalitos a pedazos que rascaban. Me decidí a entrar. La recepcionista me advirtió de que cerrara bien la puerta. Me hablaba sin apenas conocerme, de que "ella", la mujer con la que yo había estado hablando, intentaba en cada momento salir. Un ambiente viciado me llegó a la nariz. Un tutti frutti de comida, muerte y olor a pis. Todos estaban rodeando las mesas, con las miradas extraviadas. En una de ellas distinguí a mi madre, le sonreí mientras me acercaba. Antes de responderme al saludo me presentó a todos los que estaban sentados con ella. Luego cenaré, me dijo, y me llevó a un salón todo acristalado, en el que deduje que por el día, entraría el sol calentando todos esos cuerpecillos menudos de tan escasa vida. Un viejo, o un anciano, o un hombre de la tercera edad, ¿Qué más da la sinécdoque? nos interrumpe educadamente. Se sienta mi lado y me habla de sus dibujos. Muestro interés, pero no solo lo muestro, también lo siento. El abuelo se siente halagado, me explica que allí le dan material para poder seguir pintando. Un atisbo de esperanza asoma en mis ojos, crece, quiere agarrarse tenazmente, como la buganvilla de fuera a la pared. Mientras se marcha lentamente a por alguno de ellos para mostrármelos, mi madre lo ensalza hablándome de sus pequeñas obras de arte. Ya vuelve, arrastra una pierna y con una carpeta decolorada entre las manos, de nuevo se sienta a mi lado. Me las enseña con mucho detenimiento, una a una, explicándome cada detalle. Me las va entregando cariñosamente, ilusionado. Son láminas de preescolar, dibujos pintados en negro que él colorea con lapiceros. Me insiste en que me fije bien, que mire como no se sale. De vez en cuando alguien se acerca, cada uno con una excusa diferente. Envidian "la visita" algo que los saque de su pobreza, de su rutina, o les de una pequeña muestra de amor.
- Elvira, -llama mi madre-acércate que te presente a mi hija, mira que guapa que es.
La tal Elvira se levanta y viene. Ella si que debió de ser guapa. Sus ojos azules rasgados me miran escrutadores. Los lleva pintados al igual que los labios. EL carmín rojo sobresale de ellos, y sus arrugas también se colorean de la pintura corrida. Lleva el pelo peinado hacia atrás, con ganchos dorados a los lados. Me besa en la cara y se la ve muy jovial. Sabe lo que se tiene que decir, y me pregunta lo que es lógico y coherente preguntar. Sonríe. Primero me habla de sus tres hijos, después me dice que dos, y finaliza comentándome que a sus 32 años, y aún no ha podido tener. Poco a poco intento que se vayan todos, solo tengo dos horas, dos horas y quiero dedicárselas a mi madre. Aunque dos horas no son suficientes para nada. En seguida de cenar quiere dormir. La quiero acompañar a su cuarto, desnudarla, ponerle el camisón, el pañal y acostarla. Largo se hace el camino hasta su cuarto, con sus pasos lentos y torpes. La medicación no la ayuda. En la mesita hay un marco con la foto de mi padre, a la que antes de dormirse siempre besa. EN la cama de al lado otra mujer tumbada. Tiene el cabello blanco totalmente. No se que es lo que tiene. Solo que nunca habla, babea y duerme. Intento apartar la vista, dar la espalda y no ver de momento lo que puede que algún día lleguemos a ser, o quizás en lo que nos convertiremos. Cuando salgo me cruzo con un anciano que tira de otro en silla de ruedas. En el pasillo que lleva a la salida hay fotos colgadas. Son las mismas caras que he visto, sonriendo, en el gimnasio, jugando. Ahora se que todo es mentira. Quiero salir corriendo de allí, y maldita sea, no puedo abrir la puerta. Aprieto el botón varias veces, una cocinera pulsa desde otro lejano vociferando algo que no entiendo. Al fin me veo fuera, y me marcho pisando el acelerador a fondo como si alguien me persiguiera.
Gracias que la pesadilla ya pasó.
Ella nos pidió entrar, y también nos pidió salir.
Solo me falta borrar esos meses, aquella angustia que sentí por aquellos días.
Que al ver unas gafas rotas, no me devuelvan esas imágenes de desolación.
Poco después fue mi madre, en nuestra compañía, la que atravesaba el umbral de aquella pequeña puerta que la separaba del olvido.
Una veintena de ojos con los párpados caídos, nos observaron marcharnos. Nos marchamos, y con nosotros, creo que también debió marcharse su esperanza de salir algún día.